FICM 2014-6

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FICM 2014-6
Güeros y horror
Por Erick Estrada
Cinegarage

Con todo, el Festival Internacional de Cine de Morelia va con todo y lo revisado hoy bien podría dar sorpresas y quedarse de una vez con el premio grande y, fijándonos en la selección documental (que la verdad ha estado mucho más sólida que la de ficción) destapar una historia que lo merece con otro premio importante en ese apartado.

Vamos por partes.

Güeros.
Hay muchas maneras de abordar Güeros, una película cálida, diseñada a pulso para hacernos entrar a ella (a pesar de unos juegos extrañamente atractivos a base de la pérdida de la profundidad de campo) pero que a veces divaga tanto en sí misma que varias de las reacciones de sus poquísimos personajes centrales saben fuera de contexto, que no de realidad que es donde la película es más hábil y en consecuencia consigue mejores resultados.

La premisa, sencillísima, es la de un chico (Tomás) que es enviado de Veracruz a la Ciudad de México pues su madre simplemente no puede controlarlo. En la Ciudad vive su hermano (Sombra) junto con un colega de la universidad (Santos). La universidad se encuentra en huelga forzando a los dos amigos a encerrarse en su departamento por días. Al llegar Tomás la débil balanza del departamento (sin luz, sucio, al borde de algo) se rompe y ese primer encierro se abre para dar paso a una especie de road movie que incluye a estos tres y eventualmente a Ana -una líder estudiantil muy activa en la huelga- como una especie de Anna Karina… demasiado voluntariamente.

Ahí está uno de los primeros inconvenientes de la película que, sin desmerecer ninguno de sus muchos logros (el mensaje se entrega, es divertida, a veces fresca, bien actuada, con reflexiones tan actuales como necesarias, con un montaje vertiginoso) pelea demasiado abiertamente por colarse a otra jaula, las de las películas mal llamadas de arte, filmadas en blanco y negro, de sentencias inconclusa que, precisamente, invitan a que uno termine según el gusto o el estado de ánimo.

¿Ello desmerece a Güeros? No. Cierta confusión y amor por un cine sencillo pero de formas apacibles está presente en la generación a la que la película apela como público, aquella que estudió en los años 90 (yo incluido) y marcada entre lo combativo y lo contemplativo de las huelgas que transformaron a la UNAM en esa década. Incluso su formato nos predispone a los encuadres amabilísimos que marcarán la ruta de este grupo de universitarios llenos de nada qué hacer. Desde ahí la película está ubicada donde debe, con el altavoz en la mano para hablarnos y entregar un mensaje de cierto compromiso social… o para dejarnos contemplar sus planos y sus ángulos.

Más detalles. En el momento en que los tres chicos deben abandonar su primera jaula para verse obligados a pasar todo un día con su noche fuera del departamento donde viven, entran a su destartalado auto que se convierte en una nueva jaula que a su vez recorre la jaula mayor que es la Ciudad de México; en ella se encuentra la Ciudad Universitaria (un apartado especial igualmente encerrado) a la que llegarán eventualmente. En esos puntos de quiebre aparecen dos detalles que nos botan de la ficción y que nos empapan de la realidad del rodaje: primero y en una carrera alocada (de hecho pareciera que Sombra se ha vuelto loco sin razón), un micrófono con todo y cable sale volando del cinturón de uno de los actores, es recogido del suelo y sin el menor recato acomodado para seguir corriendo; el segundo es la entrada a Ciudad Universitaria en la que un no actor con un diálogo brillantísimo acomoda todo para hablar del guión de la película que se filma en ese momento con él y declararla aburrida e irreal: entra la claqueta y regresamos a la ficción.

¿Ello desmerece a Güeros? Tampoco. Pero esos virajes a la Nouvelle Vague, esas risas fuera de cuadro no tienen todavía la fortaleza de aquel primer Godard (y en quien la película busca refugio de manera insistente), pionero y artista mayor en este tipo de malabares refrescantes.

Lo que sí hay que exigir a Alonso Ruizpalacios (director y coguionista con Gibrán Portela) es entonces un compromiso mayor, una demanda más evidente al espectador, cierta incomodidad que nos haga ver si su divertidísima narración quiere que con estos volantazos reflexionemos sobre nuestra realidad (de hecho presenta pros y contras tanto del mundo aburguesado de la Ciudad de México como de las Huelgas Universitarias). Puesta así surge la sospecha de que no existe la sustancia necesaria y que por ello el leitmotiv psicológico en forma de tigre que persigue a Sombra se mezcla muchas veces con el de Tomás (que busca a un rockero mexicano olvidado por la historia) y termina por desaparecer en esos momentos que unos verán como refrescantes y otros como frívolos mini capítulos de esta película inteligentemente filmada también a partir de capítulos prácticamente independientes. ¿Dónde quedó “el tigre”? ¿Para qué sirvió? ¿Cómo desapareció?

En esta historia lo suficientemente ingenua para encantar a la gente pero lo suficientemente brillante como para tenernos hablando de ella (que es en realidad de lo que se trata) el mayor acierto es entonces la proyección de un tema igualmente generacional y que la hermana con otras películas mexicanas de maneras que en el futuro resularán ilustradoras.

En la búsqueda de aquel viejo rockero de parte de Tomás y tratándose de origen sobre una familia sin padre, Güeros aporta mucho a los micro universos que ya hemos visto en el cine mexicano, desde grandes producciones hasta logros independientes: la ausencia o desaparición de una cabeza “tradicional”, de un padre guía que equilibre de otra forma a (en este caso) un road movie de encierros dentro de encierros y que aquí provoca que Tomás (desde sus ojos descubrimos a una fantasmal y onírica Ciudad de México también en alusión firme a Los caifanes) vaya en busca de su músico favorito, sustituto emocional de su mundo sin figura paterna.

¿De qué México hablan esta y otras tantas películas? Ese es otro tema. De entrada, Güeros se perfila como una de las favoritas del festival.

 

El silencio de la princesa.
En una lectura perezosa cualquiera podría decir que este documental de Manuel Cañibe descansa demasiado en su propia historia. No lo hace.

Con dos pinceladas brutales y en medio de los paisajes de Zacualpan de Amilpas (tratándose de una historia casi meramente urbana), Cañibe nos introduce al extraño caso de Diana Mariscal, famosa cantante y actriz de los años sesenta mexicanos y que tras un despegue lleno de promesas y haber trabajado en una de las películas más famosas de Alejandro Jodorowski (Fando y Lis) comenzó a perder la luz (incluida la mental) para desaparecer en el olvido de lo cotidiano.

La habilidad de este documental es precisamente la de construir la identificación a nivel emocional de un público que prácticamente desconoce a su personaje (Diana Mariscal) a pesar de seguir puntualmente la cronología del caso. Es ahí, en la emoción, en la frustración producto de la acumulación de imprevistos que apagaron a la estrella que esboza Cañibe, en el tono casi estático del documental (no hay de hecho muchas imágenes de la actriz por lo que el trabajo de investigación se nota exhaustivo) donde se logra generar entendimiento de lo que aquí terminan llamando un ángel caído.

Otro acierto: teniendo como objeto de descripción a un personaje cálido, no hay una rendición a su imagen y el resultado es más bien el retrato de un México ya lejano -pero no por ello menos importante- de un momento artístico y social que tiene consecuencias hasta nuestros días, de personajes que aportaron mucho al mundo que vivimos ahora, para bien o para mal.

Siendo también un documental en busca de ese “ángel caído” nunca se ablanda ni se ampara en la sensiblería facilona de documentales que hoy incluso gozan de fama mundial, sino que también a través de estados de ánimo y emociones planta dudas más amplias. Eso siempre se agradecerá.

Todo un acierto que merece ser revisado y, en el caso del Festival Internacional de Cine de Morelia, premiado.

 

It Follows.
En un paisaje lleno de casas parecidas que repiten patrones de gente peligrosamente semejante y que poco a poco nos avisa que se trata de los suburbios de Detroit, una chica escapa de no sabemos qué. Algo la persigue y está a punto de… tampoco lo sabemos pero lo averiguaremos muy pronto.

Con los elementos mínimos del cine de horror David Robert Mitchell construye una narración a veces surrealista (en realidad no hay manera de escapar de cualquier cosa que sea lo que persigue a la gente en su historia) y otras con clara influencia de la literatura de terror de fines del siglo pasado en Estados Unidos: al tratar de conseguir su objetivo a toda costa, el perseguidor puede tomar cualquier forma que la víctima reconozca, ya sea para bien o para mal: ahí se reconoce a Stephen King.

Con ello en la mochila Mitchell se embarca en un simple viaje pesadillesco que habla sobre la iniciación sexual, sobre las divisiones sociales de su país (el Detroit que nos muestra es dos mundos que no pueden mirarse a la cara y que se persiguen en una especie de amasiato irremediable e insatisfactorio), sobre la amistad y la fidelidad (o la idiotez) y, por supuesto, sobre el desconocimiento que tenemos del otro.

Mejor aún. Utilizando esos elementos mínimos y clásicos del terror, Mitchell consigue darle la vuelta al género haciendo del perseguido el mayor atormentado y en consecuencia la única víctima aunque forme parte de un grupo. Revolviendo un poco de cine de horror serie B (y al cual hace alusión un par de veces), hace reposar a su minúscula anécdota en planos realmente acogedores sin necesitar un gramo de sangre inecesaria o de oscuridades impenetrables. De hecho, como en los mejores momentos del gran clásico intocable, El resplandor, de lo que se trata aquí es de ver al perseguidor en tercero e incluso cuarto plano.

Sobresale entonces que a pesar de ello y de saber que ese perseguidor no puede sino caminar detrás de su perseguido (de ahí el nombre de la película) Mitchell construya tensión real, momentos sobrecogedores de impotencia y resbalones de conciencia sin importar si en su narración es de día o de noche.

Al hablar de una única víctima entendemos muy pronto que necesitamos de ella para ver al perseguidor, lo que da una vuelta más al tornillo de la confusión reinante en It Follows, una mezcla de ignorancia, impotencia, horror y suspenso que, a manera de conexión final con el horror más puro americano, tiene en el sexo un ingrediente fundamental.

¿Por qué sigue quien sigue a los que sigue? ¿Cuál es la manera de escapar? ¿Cómo se sabe que sigue a alguien si sólo el perseguido lo conoce? ¿El perseguidor es de este o del inframundo? Todas esas preguntas están en la película y son también parte fundamental de las altas velocidades que alcanza. Pero hay que experimentarlas, no platicarlas.

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